—Hoy cumple un año que se murió mi tía Olga, m´hijo.
Pinche vieja solterona y ridícula. Desde que la conocí me cayó como patada en
la panza. Con su carita de “yo no rompo un plato” tenía a toda la familia de tu
padre consintiéndola y eso que era la más verijona. Que bueno que en la mía no
hay de “esas”.
Sí. Ya sé que tú la vas a
defender pues te tenía bien mimado. Decías que era muy buena ya que cuando
andaba media entonada, te abrazaba y te daba dinero y hasta decía que eras su
sobrino favorito. ¡Uta madre! Eso mismo le decía a tu primo Betito o al Juancho
o al primero que agarrara. Era muy mentirosa, m´hijo. A lo mejor por eso nunca se casó
porque fea no era. Salió re buena pa´ la mentira.
Una vez llevó a un muchacho a comer a la casa de tu
abuela, que en paz descanse también. Era un pretendiente y no se veía ni tan
jodido ni tan pior. Se sentaron a la
mesa y tu tía arrimó como tres tenedores, cuatro cucharas y dos cuchillos por
plato, acá como al estilo francés.
Tu abuela hizo de comer albóndigas y pa´ luego las
sirvió. La Olga probó la comida y que se agarra a hablar en inglés, según ella
“than exquisite food, liked you?”. El muchacho no dijo nada ni pio siquiera. No le entendió ni madres y
yo tampoco. Apuesto a que Olga, que es la más indiada de todos, no supo ni lo
que dijo. Tu abuela se puso colorada de la vergüenza, nomás pelaba los ojos y
arrimaba la sal, luego una silla y la salsa y otro plato. No le atinaba a lo
que aquella seguía diciendo: “I love Mother” y puras de esas.
Yo quería soltar la carcajada pero me aguanté por
respeto a la familia de tu padre. Ya encerrada en el cuarto estallé en
carcajadas y del muchacho aquel nunca se volvió a saber. No. Tu tía se pasaba
de lanza a veces. Los domingos nunca faltaba a la misa de once. Iba a esa hora no
porque no se levantara más temprano, sino que había más hombres y era lo que
buscaba la cabrona. Siempre iba bien bañadita y perfumada, con faldas hasta la
rodilla, zapato de tacón alto y maquillada como si fuera a una fiesta.
De religión no sabía ni un pelo pero pa´l despiste se
llevaba su Biblia, claro, era de las últimas en llegar a la iglesia y se iba
hasta adelante pa´ que todos la vieran. Ni el nombre que tenía le gustaba y
mucho menos los apellidos. Cuando andaba en la calle pasaba de ser Olga Ramírez
Guajardo a María Fernanda Velazco. No está tan acá el nombrecito pero al
decirlo se henchía como pavorreal.
Ella afirmaba que vivió durante mucho tiempo en Los Ángeles
o San Diego, no recuerdo bien, pero era una de esas ciudades gabachas repletas de mexicanos. A las
visitas les presumía su colección de tazas y llaveritos de todo México: “que éste
me lo regaló Zutano, cuando fuimos a vacacionar a Querétaro; que este otro,
Perengano, cuando visitamos la pirámide de la luna; que éste más me lo dio el
presidente municipal de quién sabe dónde”... Puras mentiras.
Yo la caché varias veces comprando esos “recuerditos”
en el tianguis. Lo peor del caso es que la gente le creía y la tenían como una
mujer de mundo. La verdad es que nunca salió del pichurriento pueblo bicicletero donde vivía. Nunca se casó.
¡Cabrona!
A veces hasta he llegado a pensar que era la mujer más
feliz del mundo porque nunca tuvo que batallar con los chamacos y la pansa de gelatina que te dejan ni con el marido que no quiere meter la cuchara en la gelatina por las noches, ni
soportar a la suegra ni hacer talacha de la casa. Era la princesa de tu abuela
y la servía en todo, una especie de Gordolfa
Gelatina y Doña Naborita.
Lo que nunca pensó fue que la viejilla se iba a ir
primero al pozo y como la pendeja de Olga no sabía hacer ni madre, pues lueguito
estiró la pata.
Pero bueno, mejor le paro si no capaz que se me
aparece por andar de mamona. Si Dios fuera tan bondadoso me hubiera puesto en
su lugar y a ella en el mío para que viera la chinga que me estoy llevando. Ni
veladoras le voy a prender, para ver si se toma la molestia de andar penando
siquiera. ¡Cabrona!
POR SERGIO IVÁN RAMÍREZ HUERTA