También miró
de reojo, a través de la ventana,
al patio, queestaba ahora abandonado y en
silencio.
El solbrillaba
afuera. De cuando en cuando, llegaban
voces de
otros salones de clase y ruidos de
carretas
que pasaban por la calle.
(Paco
Yunque, Cesar Vallejo)
El niño Mauricio Ferriño caminaba de un lado a otro con pasos
paquidérmicos, la boca abierta pelando los dientes y con algo de masilla en las
encías. La hora del recreo empezaba y se le hacían pesados los treinta minutos
que duraba aquel.
En la lonchera sólo estaban, intactos, el paquete de
galletas azucaradas y la botella de agua que su madre le había dado para que
desayunara. No traía ninguna moneda para comprar algo en la tienda del colegio,
pero ni falta hacía, ya que nunca atravesaba el patio. La última vez que lo
había hecho, el niño Javier, que se sentaba en su misma fila y era hijo de la
maestra regañona, lo había hecho tropezar al meterle intencionalmente el pie.
El lugar de Mauricio estaba fuera del salón, caminando de
un lado a otro como tren averiado. Solo en su mundo. Aislado. Dando diez pasos,
media vuelta, otros diez pasos y repitiendo la misma rutina una y otra vez. La
saliva le llegaba ahora a la barbilla y comenzaba a caer al piso. De pronto, se
detuvo a ver mariposas imaginarias y figuras en las nubes para, como por arte
de una fuerza interna, estallar en una risa gutural, luego reanudaba su andar
entorpecido por las agujetas desamarradas, mas no caía. Caminaba pelando los
dientes.
Escondido a la vista de todos los maestros, el niño
Javier, atravezó el patio en busca de Ferriño, se colocó casi enfrente de él e
hizo una mueca de desagrado, como si se hubiera acercado a una letrina.
--Te hice unos versos, Mauricio, escúchalos y dime qué te
parecen. Lo hice ahorita que te vi:
Ya hizo caminito,
Ferriño el mongolito,
va por su sendero,
torpe como un cordero.
Mauricio sólo atinó a mostrar una sonrisa dientona y
babeante, como si aquellas palabras no llegaron jamás a sus oídos, en cambio,
el aire las hubiera transformado en oraciones amorosas que le decía su madre
todas la mañanas al dejarlo “te quiero mucho, hijo, eres lo que más amo en la
vida”, “¡Bendito sea Dios por mandarme a un hijo como tú!”, “si alguien te hace
algo, Dios se lo multiplicará”…
Javier, cada que componía
una estrofa a su raquítico e hiriente poema que tenía como musa inspiradora la
presencia escuálida y apelmazada de Mauricio Ferriño, explotaba en carcajadas
para cimentar los versos y causar más
efecto en el escucha.
El
poeta escolar volteó para todos lados tratando de buscar la mirada de algún
maestro que pudiera pillarlo, pero todos platicaban gustosos y risueños en
cafetería, aprovechando el tiempo sin alumnos que atender. Al sentirse seguro,
en el casi anonimato, Javier conjuró su nueva creación lírica.
--Escucha este otro, lo hice nuevamente pensando en tí:
Su
caminar es denso,
vean a
este pobre niño,
es Mauricio Ferriño
que anda como menso.
Nuevamente Mauri sólo mostró sus dientes en señal de
sonrisa para dejar fluir más saliva por su ya inundada barbilla hasta su camisa
empapada del cuello.
El recreo parecía detenerse en los dos niños. Sus risas
los denotaban; feliz y satírico uno, incongruente el otro. Cada segundo se
diluía en la mirada de Mauricio como si observara nubes y sombras, casi de
inmediato, era vuelto a la realidad por un estirón de cabellos que le daba
Javier “ya despierta, no sigas sonámbulo, niño perdido. Eres un monstruo de la
naturaleza”. Mauricio jamás hablaba, a
menos que fuera sumamente necesario, como si una fuerza inexplicable y muy
dentro de su ser hablara por él. Ante el
estirón de greñas, los ojitos de Mauricio comenzaron a ponerse vidriosos.
--No llores, no llores, no duele. Pareces niña
--murmuraba el agresor--, mejor escucha este otro poema que se me acaba de ocurrir
al verte:
Mauricio,
de idiota tienes cara,
aunque
seas mi compañero,
de
idiota tienes cara
y por
eso te pateo el trasero.
(Al finalizar, con mucha fuerza daba un
puntapié a su víctima
en la parte señalada en el verso)
Entonces se terminaban las risas babeantes para dar paso
al llanto, Javier aprovechó para huir a toda prisa antes de ser visto por
alguno de los maestros que tenían un barullo en la cafetería.
Ya desde lejos, el poeta divisaba al conjunto de niños y
alguno que otro profesor reunirse en torno a Ferriño y su llanto desgarrador y
lastimero que inundaba todo el patio. Pronto la muchedumbre se hizo más y más
numerosa. Las lágrimas del pequeño no cesaban. Sin ser notado, Javier llegó y
se puso al frente de la masa, como si el acontecimiento le fuera totalmente
sorpresivo. Tomó a Mauricio de la mano y con voz cariñosa le dijo:
-- Qué tienes, quién te ha lastimado, amigo, habla.
Mauricio soltó un
largo y ensordecedor lamento. Se hizo el silencio y de su garganta salieron
algunas palabras igualmente dolorosas:
--Quiero a mi mamá. Me quiero ir con mi mamá…
POR SERGIO IVÁN RAMÍREZ HUERTA