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lunes, 15 de junio de 2009

EL RABIOSO





El hombre entró a la veterinaria tirando fuertemente de la correa que llevaba puesta su perro. Tuvo que detener la puerta con un pie mientras hacía fuerza por acercar al animal. Una vez dentro del local, el hombre, sacó un papel de la cartera y se dirigió directamente con la única mujer que atendía.
—Señorita, quiero que me devuelva los 800 pesos que pagué por este Pitt Bull. Al pasar de los días, me he dado cuenta de que no es lo suficientemente bravo como yo esperaba —dijo el hombre.
—Lo siento. Va a tener que esperar a que llegue el veterinario para que cheque al animalito. No podemos devolverle el dinero. Le ofrecemos a otra mascota que cubra lo que pagó usted —respondió la mujer.
—No puede ser, señorita, aún recuerdo lo que me dijo cuando vine muy interesado en adquirir alguna mascota salvaje: “llévelo, es un buen vigilante. Por las noches nadie se meterá a su casa. Desconoce y hasta puede matar a una persona si se le antoja”. Yo le tomé la palabra pensando que me llevaba un asesino en cuatro patas, pero nada de eso ha ocurrido.
La mujer se quedó pensativa un momento mientras los ojos de aquel hombre se clavaban en los suyos esperando alguna respuesta que satisficiera lo que andaba buscando. Ella no decía nada. Escondía la mirada pues no tenía ninguna respuesta que dar. Nunca llegaban clientes a devolver sus animales. Cada persona que salía del lugar se iba muy satisfecha por la compra que había realizado y nunca regresaba si no era para alguna consulta o comprar medicamento o comida.
—Mire, señorita, voy a ser franco —dijo después de unos minutos—. Yo ando buscando un perro que tenga espuma en la boca, los ojos rojos y mucha inquietud por morder, vamos, que tenga rabia. Lo compraré a buen precio. Quiero que ataque a alguien.
—A los perros que les da esa enfermedad los llevan a la perrera para que ella se encargaue del asunto. Ese tipo de animales los puede encontrar en la calle o en algún otro lado, señor. Pueden ser un peligro para sus hijos —dijo la mujer.
—No tengo niños. Solo quiero un perro bravo para dárselo a mi esposa. Ella me hizo algo hace un buen tiempo que yo, como hombre, no estoy dispuesto a olvidar. Yo les prometí a algunos amigos que me vengaría de alguna forma. Imagínese usted, señorita, como voy a quedar en caso de que no cumpla. “Aparte de cornudo, es un pendejo y un mentiroso”, van a decir. Imagínese donde va a quedar mi honra —dijo y apretó el puño que mantenía la correa—. Tampoco quiero matarla, para eso hubiera comprado una pistola o le pagaría a alguien.
Nuevamente la mujer no atinó a decir nada. Todo el local se quedó en silencio como si los demás animales sí hubieran entendido la frustración de aquel hombre y se hubieran callado para seguir escuchándolo.
—Por eso me urge, señorita. Este perro que me vendió sólo ataca a otros perros. Lo he dejado en el sol todo el día. Le he dado de comer chile. Lo he topado con otros de su raza y nada que se atreve a morder a mi esposa. ¿Cree usted que hice una buena compra? He derrochado mi dinero. En todo caso hubiera comprado un loro para platicar como lo estoy haciendo con usted. Ya no soporto las burlas de vecinos y amigos. Póngase en mi lugar, señorita. Cuando me dirijo a cualquier parte, incluso ahora que venía para acá, escuchaba como murmuraban y me dirigían miradas de burla. ¡Dígame dónde puedo conseguir lo que busco! —dijo casi gritando.
La mujer se quedó callada pues no sabía de algún lugar que vendiera perros o cualquier otro animal con rabia. Se puso nerviosa. Esperaba que entrara el veterinario o un cliente o cualquier persona para ir a atenderlo y pensar más detenidamente en alguna respuesta. El señor también se empezó a desesperar. Empezó a estirar al perro y éste hacía sonidos como si se estuviera ahogando. Luego le empezó a dar leves golpes en el hocico y a estirarle las orejas.
—Señorita, señorita. Le estoy hablando. Le pido por favor que no me ignore y haga algo que pueda servirme de ayuda.
—Ya le mencioné que no puedo hacer nada sino darle otro animal que cubra el monto que pagó por el perro. Le repito. Si gusta esperar al veterinario para que le de alguna solución diferente.
—Veo que no se puede confiar en las mujeres —dijo el hombre mientras acercó al perro.
La mujer empezó a caminar hacia atrás mientras el hombre la seguía con la mirada. De pronto tomó de la cabeza al perro y le soltó la correa. Instintivamente, el animal, se abalanzó sobre la mujer y la tiró. La mordía en los brazos, las piernas, la cara o cualquier otro lugar que estuviera al alcance. Los gritos de ella se confundían con el que hacían los pájaros y los cachorros que estaban enjaulados. Pasaron solo dos minutos que a ella le parecieron una eternidad. El hombre retiró al perro de entre un charco de sangre. Le puso la correa y salió del lugar como si fuera cualquier otro cliente.



La mañana del siguiente día, el hombre, se dirigió a comprar el periódico. Llegó a su casa y lo comenzó a leer. Se detuvo en la sección policiaca. El encabezado de la nota principal decía: “Furioso perro ataca hasta dar muerte a empleada de una veterinaria”. “Pinche perro. Nomás cuando quiere ataca. Si así fuera siempre. Lástima que mi mujer no es empleada de alguna tienda de mascotas. Voy a ir con mi madre a contarle mis problemas maritales, ella siempre tiene una respuesta, lástima que viva tan sola”, decía entre dientes mientras ponía atención a lo que venía en la nota. Voltió a ver al perro que se asoleaba en el patio. Soltó el periódico y se acercó al animal para darle unos golpecillos en el hocico y estirarle la cola, le puso la pechera con todo y correa. “Bien, cabrón, sólo te falta entrenamiento”, le dijo al perro y luego salió.
—Vieja, al rato vengo. Voy a visitar a mi madre. No creo tardarme tanto—fue lo último que dijo.




Por Sergio Iván Ramírez